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Es como el nuevo anuncio de lo grande que está por llegar aunque su aureola ya presume del esplendor y de lo augusto. Son los síntomas de la gran fiesta, la que nos volverá a traer la redención del hombre. Sucedió hace más de dos mil años y la  vigencia del mensaje que nos transfiere continúa siendo de una actualidad pavorosa.

Lo pregona el aire limpio que sucede a la lluvia, lo vociferan las campanas de la catedral que se voltean alegres y que espantan los malos presagios; lo publica el azul del cielo que comienza a despejarse por las lindes aljarafeñas y de las que bajan los sones metálicos y jubilosos de los villancicos de sus pueblos de cal y tejas, de olores a piezas de pan recién cocidas, de dulces melosos que advienen del tiempo venturoso y que se amasan, por manos limpias a la vez que se entonan canciones sencillas que proclaman la grandeza de la Madre de Dios, su pureza y su divina Concepción.

Es el aire fresco de la vida nueva que canturrean las brisas vespertinas por San Antonio Abad, en coplas viejas propagadas en el celofán arcaico de humaredas de los puestos de castañas, tan primitivas en sus conceptos como lo son sus espigados nazarenos en la noche en a que el Hijo abraza el patíbulo que transformará en bálsamo de salvación de la llaga pecadora del hombre; o la espada de la conjura concepcionista –siempre fiel, siempre presta a la defensa de la vida- a la que nos avocaron nuestros antepasados y que nosotros bendecimos ahora, tras siglos de herencia, en estos tiempos tan necesitados de votos altruistas y bellos, tan escasos de espiritualidad, tan proclives en necesidades materiales.

Antes que Roma ya bendecíamos su nombre y su pureza, ya glorificábamos la limpieza de su alma, la erradicación del pecado original de Su Ser maternal en el principio de los tiempos. Antes del anuncio del Dogma ya La elevábamos a los cielos azules donde habitaba y nubes blancas la elevaban al encuentro del Padre y el Hijo, rodeada de coros angelicales, entre vítores celestes y cánticos mayestáticos. Mucho antes de que el mundanal planeta vertiese su devoción a su pureza ya seis niños Le bailaban y en sus castañuelas nacían las más bellas jaculatorias a La dispensadora de Gracias, a la que es Gracia plena, por designios del Dios de Abraham.

La ciudad entera se eleva en promontorio altar para entronizar a la Virgen, para mostrar el fervor de la herencia transmitida, el agradecimiento por tanto bueno procurado, por los dones otorgados, por la protección concedida, por tantas y tantas súplicas oídas, por los rezos compartidos, Sevilla se rinde a los pies de La que fue Concebida sin pecado, sin mancha original, donde todo un Dios se recreó y concentró su belleza.

Veintiún siglos después Sevilla renueva el mejor de los votos proclamados en su milenaria historia. Dos mil años han transcurrido y no nos han podido borrar la memoria, ni nuestros sentimientos, que se recogen en la mejor, más pura y esencial tradición: en la devoción a la Mujer que se entregó sin condición al amor del Padre, que ya La concibió Limpia y sin Mancha y portadora de la más fiel, pura y verdadera ESPERANZA.