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13 junio 2012 3 13 /06 /junio /2012 14:23

           Al-cielo-voy.jpg ¡Lo que cambian los tiempos! Y eso que aún uno sigue siendo joven, al menos en espíritu y en sentimientos. Sigo emocionándome con la música, con las letras de las canciones que quedaron depositadas en el pozo de los recuerdos y que allí se han mantenido latentes, en una hibernación no premeditada y si conferida por la memoria como símbolo inequívoco del paso de los años, una muesca en el alma que nos señala la vida que se puede contar, un tránsito que ya no me mortifica ni me asola porque es señal de haber recibido el premio de llegar hasta aquí.

            Pero sí es cierto que en poco menos de tres décadas, en apenas unos años, las condiciones sociales han variado bastante, se han instaurado unos valores existenciales, anclados en el consumo y las banalidades que prevalecen ante otros que, considero al menos, han sido sustituidos por el mercantilismo y un ego ultra personal, que carece de solidaridad y por tanto ha dinamitado el verdadero sentido de la amistad, pues se basa, en la mayoría de las ocasiones, en la figuración, en la simulación de unos poderes mundanos y en la apariencia, en el culto al cuerpo. ¡Si hasta le han realizado un lifting, una reducción de estómago y han esbeltilizado la figura de Gambrinus! ¡Han transformado al hombretón en un ser asexuado! Eso sí, se ríe más que el muñeco del Netol.

            Pero no era éste el motivo de la entrada de hoy, sino la dificultad con la que nos encontramos cuando nos ponemos a comparar la juventud nuestra con la de nuestros hijos, una generación magnífica, responsable y, en casi todos los casos, con preparación académica extraordinaria, pero que ha sido instruida en la facilidad y en la falta de valor de las cosas minúsculas. ¿Quién le compra hoy un caramelo a un niño, quién como premio a sus méritos, como galardón concreto por actuaciones especiales, le regala un libro Emilio Salgari, Charles Dickens o Blasco Ibáñez a un joven? ¿Conocen a alguien que no se halla endeudado para comprar un coche al hijo que recién cumple los dieciocho años?

Esta materialidad en los comportamientos y en las más básicas actuaciones, este excesivo celo en conceder a nuestros vástagos el menor de los caprichos apenas se separan sus labios nos ha llevado a una situación de precariedad en la familia, que inevitablemente ha trascendido núcleo de la sociedad. Ni siquiera se castigan a los hijos con recluirlos en sus cuartos, qué más quieren ellos pues allí les hemos construido un mundo a su medida, con la nueva tecnología, donde evadirse y congratularse con su aislamiento, un confinamiento que les reconforta porque son animales que pacen solos en la soledad.

¡Qué distintos mis tiempos de mocedad! Nos congratulábamos con poder reunirnos cada día, con conferir y hacer partícipes de nuestros secretos a los amigos, con reír con ellos cuando compartíamos la alegría intrascendente de un sobresaliente o hundíamos en la pesadumbre de unos suspensos en química y cómo se agradecía esa mano que echada sobe tu hombre era bálsamo que sanaba la primera tristeza, ese contacto directo, el roce de la mano sobre la piel, que era un grito de comprensión y amistad.

Vernos cada tarde, hablar pausadamente sobre los inmensos problemas de haber sido seleccionado para jugar un partido de fútbol, acordar la sala cinematográfica a dónde acudir aquella tarde y donde proyectaban el musical capaz de solucionar cualquier eventualidad con una coreografía o solventar los dislates de amor con baladas melosas o compartir la afición por la música, emocionarnos oyendo una composición que siempre asumíamos como nuestra, como un fiel retrato del estado emocional en el nos sumíamos por los desaires amorosos de la niña de nuestros ojos, y aquella voz la recogía, la melodiaba y la ponía en el universo a través de las ondas.

Vernos cada tarde aunque solo fuera para departir sobre los hechos cotidianos, sobre las consecuencias de la jornada laboral, era un fin primordial. No había redes sociales que nos anclara al sillón de nuestro escritorio; la única red era la presencia y la constancia de una amistad de cercanías, de un compañerismo tejido a base de miradas, de palabras y de sensaciones compartidas. No había móviles que nos condenaran al ostracismo y a la inmovilidad, sí teníamos unos lazos invisibles que nos procuraba la sapiencia de conocernos, de compartir y hasta de necesitarnos en algunos momentos. Y cuando nos sentábamos en uno de los veladores de la Bodega Los Modiles, que este local tiene una historia, saboreábamos aquella cerveza del gordo Gambrinus apoyado en un barril para crear nuestros propios mundos, nuestras propias redes, con palabras, con sentimientos, con miradas, con alegrías y desengaños. Y nos acostábamos sin renunciar a ningún ideal, con la certeza de no necesitar más que ser querido por quiénes nos rodeaban, y sin más frustración que la de no haber sentido los labios de esa niña que nos quitaba el sueño.

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