No era el calor pegajoso de los primeros días de septiembre, ni la luz pálida de la noche sembrando de plata los campos que se asomaban a los ventanales para dejarnos intuir los misterios de las sombras, fantasmagóricas presencias que se dibujaban en los lienzos rugosos de los labrantíos próximos, ni los sonidos que cruzaban el aire amedrentándonos con el desconocimiento de su procedencia. Lo que realmente atenazaba nuestros espíritus en los últimos días del estío era perder los instantes que nos habían unido, los momentos que habíamos compartido, las situaciones que nos habían procurado nuevos lazos de amistad, acrecentando los afectos con el conocimiento de la convivencia diaria y con las travesuras que se ideaban, dando bandazos por nuestra fantasía.
El inicio de septiembre nos devolvía a la realidad de la que nos habíamos deshecho en los primeros días del verano, cuando el júbilo nos removía el espíritu con el inicio de las vacaciones y todo nos parecía eternidad, todo se nos antojaba por hacer y los proyectos más peregrinos y febriles se configuraban en nuestras infantiles mentes. Ahora nos rodeaba una nebulosa nostálgica que nos impedía observar el mundo con aquel optimismo primario pero encantador, un telar que removía las aguas claras de la alegría para enturbiarlas de sentimientos tristes. Aquel zarpazo a luz de la tarde, recortando brillantez a la copa de los álamos que se asomaban a las riberas del río, era el advenimiento del fin de las vacaciones y por ende del inicio de la rutina, de la vuelta al colegio, a la obligación formativa que los padres imponían para que las historias y dramas familiares no volvieran a repetirse, y que sólo se vería traspuesta por el reencuentro de otros amigos, si es que ya la edad no comenzaba a desposeerle de su infancia y había implantado en sus manos las muescas callosas de la necesidad, del trabajo en el campo, en la huerta familiar que procuraba el sustento de todos y por tanto era obligación de todos corresponder a sus cuidados.
Había tardes en las que nos sentábamos sobre los adoquines elevados que delimitaban y separaban los espacios de la carretera y las aceras, y pasábamos las horas muertas casi sin hablar, observando aquellos espacios que habían acogido nuestros trajines, sabiendo que ahora nos sería desposeídas por quienes sólo verían un ejido asolado, intentando recordar los momentos en los que logramos construir sueños con tan pocos elementos -un palo una excalibur que nos procuraba seguridad en la batalla, una caja de cartón la cabaña en la que nos resguardábamos de los feroces ataques de tribus indómitas- y en los que el tiempo languidecía en la ilusión de unos niños. De vez en cuando alguno bostezaba, tal vez acomodándose en el aburrimiento, o porque el subconsciente ya nos iba avisando de la cadente rutina que nos esperaba en pocos días; o nos tumbábamos boca arriba para ver pasar las primeras nubes recortadas sobre el azul menos denso del cielo y fantaseábamos con sus formas hasta creernos nuestras propias visiones -allí va un conejo, ésa es una vaca, aquello es un castillo-.
El final del verano retraía las inquietudes y acomodaba en nuestros espíritus la resignación por cuanto íbamos a perder, pues una fuerza interior e incontrolada nos advirtió, con la mirada que lanzamos a la niña con minifalda, que la infancia empezaba a quedarse con los recuerdos de las vivencias aquel verano en la que nos pusieron, por última vez, un pantalón corto.