Buenas noches buen amigo. Aún recuerdo aquel momento en el que te ví por vez primera, coincidimos en la escalera de acceso al salón donde se limpiaba la plata, convertido en sala de armas de nuevos caballeros, en salón real desde que cobijara a la Madre de Dios para que La sanaran. Era el primer año de la década de los ochenta. Mi juventud y tu madurez se cruzaron. La luna nueva de enero se asomaba a los pretiles y a los tejados, a las almenas de la Torre Blanca, y filtraba su albor por las rendijas de las ventanas, todo un derroche de plata para iluminar las caras que rebosaban alegría. Tú llevabas al codal la armadura, un saco recubierto de algodón blanco recogido sobre la almohadilla de lana, con la que nos investiríamos instantes después. Yo llevaba un gran sueño en mis bolsillos. Tú la ilusión de un chiquillo acopiada en la mirada. En una esquina convergimos. Tú me tendiste la mano, “no te quedes en la puerta que aquí somos hermanos, mi nombre es Bruno, un amigo”. Yo, como perrillo solitario en mis deseos por ser los piés del Señor, me sentía más solo que la una. Tú, entrega dicharachera adivinando mi extrañeza, procurabas que no me creyera perdido, que mi vergüenza no fuera óbice para alcanzar mi sueño, para compartir contigo lo que sí alcancé y tú siempre deseaste y nunca conseguiste. Juegos y caprichos del destino, designación de la Providencia que te tenía reservado otras misiones, otros encargos que luego siempre ejerciste con fidelidad y amor, con entrega absoluta, sin poner ninguna objeción.
Pasaron algunas madrugadas, que es la medida temporal que se utiliza por quienes somos hijos de la Esperanza para definir el transcurrir de los años. A la sombra de la parihuela nos fuiste dando cariño, tu afecto, y alguna que otra colleja. Te conjuraste para hacer familia de la cuadrilla, para que nadie fuera extraño en su propia casa, para que nuestro Cristo, ¿te acuerdas, Miguel Loreto las de incidencias e imprevistos que resolvió en algunas Madrugadas?, no apreciara más Sentencia que la de nuestro amor, fundido en el esfuerzo y la entrega. Los ensayos no terminaban nunca sin un momento de convivencia, donde reíamos, donde compartíamos los problemas, las emociones y hasta alguna que otra pena. Y siempre estabas tú allí, potenciando la unión que nos llevaría a la gloria a través de nuestra entrega, de la devoción que heredamos.
Fuimos dejando atrás muchas primaveras. Descubrimos la grandeza y la maldad de la vida, fuimos curtiéndonos en el trabajo compartido, en la solidaridad, en el reconocimiento de la lealtad y la fidelidad de un grupo de hombres que éramos incapaces de retener nuestras lágrimas cuando cruzábamos nuestra visión con la del Señor de la Sentencia, ya en la mañana del Viernes Santo, cuando atravesamos el cancel y la gloria nos parecía ya alcanzada cuando nos abrazábamos con la emoción transpirando del alma por el cauce de nuestros ojos.
Una mañana de agosto, de hace ya quince años, te fuiste, sin avisar. Cogiste un liviano equipaje y te apresuraste al encuentro celestial con Quién tantas veces fue bálsamo para los malos momentos que otros hombres impusieron en tu camino. Te fuiste con tu bondad a pedir por tu gente, por esa cuadrilla que tanto os debe a ti y a Miguel Loreto, por aquella familia que fomentasteis con tanta dedicación y entrega, en la que nadie sobraba, y a la que ahora, algunos de sus componentes, por un orgullo extraño y cobarde, se separan de otros, porque no entienden que la vida es responsabilidad en los cargos que se asumen, porque entienden que la Hermandad ha de ser un coto de favores para ellos.¡Qué pena lacerará tu eternidad ahora que sabes que la cuadrilla, que los supo juntar, hoy los tiene separados!
Aún recuerdo aquellos días en los que tu voz nos invocaba para igualar, aquellos meses de cuaresma que vuelven cada primavera a nuestra memoria para dejarnos el sonido de tu voz, en aquella expresión tan tuya de “por Dios y sus Santas Leyes, la última que se esté quieta”, y entonces se articulaba el prodigio y Hernández, Pepe Vázquez, Pepe Villanueva, Eladio, Pepe Gálvez y Cateca, se disponían solemnes y rígidos para que les tomaras el nombre y pasaran a formar parte de la intrahistoria sentimental de los costaleros macarenos. Esa que tú fuiste recogiendo en tus cuadrantes, la misma de aquella noche de enero en la que me tendiste tu mano y me dijiste “no te quedes en la puerta que aquí somos hermanos, mi nombre es Bruno Barquín, un amigo”.