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7 junio 2011 2 07 /06 /junio /2011 13:18

                LA-PRIMERA-DE-SAN-BERNARDO.jpgGuardaba todo el romanticismo de las viejas tabernas. En sus paredes desnudas se adivinaba la desolación del tiempo atravesando con su espesura la claridad de la mañana, aquel aluvión de luz que se transfiguraba en memoria conforme ascendía por sus muros y que parecían recoger las figuras fantasmales que una vez fueron historia viva del lugar. Dicen que hubo una época en la que se concitaban en ellas las palabras incendiarias de revoluciones de obreros que llegaban desde la vecina, muy orgullosa, emblemática y antigua Fábrica de Artillería, para calmar la sed con vino tinto y saciar el hambre de la media mañana con un papelón de sardinas en arenque que desplegaban sobre el tamiz del mostrador al mismo que se conjuraban en sus propósitos sindicales, y que por su puerta lateral, salieron los desalmados, sólos sin que nadie quisiera convertirse en cómplices de su maldad, que iban a incendiar todo el sentimiento del barrio y que muchos se aferraron impotentes a los estribos de la barra carcomidos por el miedo y la impotencia de aquella turba extraña y ajena a las casas de San Bernardo, a sus pacíficas gentes de ferroviarios y artilleros.

Por sus grandes ventanales se retrataban las historias de la cotidianidad, escenas extraídas de un realismo exasperado por la escasez y las penurias tras una guerra de muertos enfrentados y de una misma familia, que se mostraban en los cuadros vivientes que componían los pinceles de los vapores y efluvios del alcohol, de sus excesos porque querían huir de los desastres. No tenía bocoyes esta vieja taberna de vino blanco de garrafa y rellenado en botellas pero siempre recibía a los parroquianos un cartel que anunciaba la corrida de toros de la semana o esa novillada donde una vez presentó, con relucientes signos tipográficos en negro, la silueta de plaza de toros en rojo, el nombre de un niño rubio que toreaba como los ángeles y que iba a revolucionar el arte de Cúchares, y que cuando salía de su casa, frente a la vieja taberna, siempre había alguien en la puerta que le deseaba suerte a Pepe Luis Vázquez.

Tuvo su época de esplendor en la medianía de los cincuenta cuando se convirtió en el centro neurálgico y lúdico del barrio y la gente se sentaba, en las cálidas noches del verano, en los veladores para burlar el soporífero calor, a esperar la brisa que bajaba por el puente y a oír los filibusteros pregones, salidas y llegadas, que provenían de los megáfonos de la estación del tren, en cuyos andenes se posaron una vez los pies jóvenes y la mirada azul del hombre bueno que dio la vida a mi madre.

Fue también improvisado refugio para díscolos muchachos, de noctámbulos y truhanes, mesa de timba y ruleta disimulada por una falsa pared donde los jugadores de cartas accedían a gatas por la trampilla que sólo se abría ante la proclamación del santo y seña, lugar de envites y desafíos donde relucía el acero albaceteño de una navaja cuando las fullerías eran descubiertas.

La primera de San Bernardo cerró sus puertas en noviembre de dos mil. Cegaron sus grandes ventanales donde se sentaba a esperar la caída de la tarde, en la premura del invierno o en la lenta cadencia de agosto, con la mirada perdida en el horizonte del puente, Pepe González. Tabicaron sus puertas ocultándonos el romanticismo de su mural cerámico, robándonos las imágenes del clasicismo de su botellero de madera y claraboyas por donde se asomaban los vidrios de la Mirinda o la Coca Cola, las medianas de la Cruz del Campo. Dejaron presos los recuerdos y las vivencias de un miércoles Santo teñido de luto por la muerte José Portal y el reflejo del Cristo de la Salud espejándose en la tiniebla de sus cristales.

Hoy los fantasmas del recuerdo deambulan por el espacio arrebatado a la esencia de la ciudad, al barrio, buscando la salida para transmitirnos su memoria, ignorando que han sido aislados en la eternidad para vagar por la clausura de la indiferencia de los hijos de esta Sevilla nuestra que prefieren adorar las faraónicas construcciones a mantener sus tesoros etnológicos. ¡Qué sabrán ellos!

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