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6 noviembre 2012 2 06 /11 /noviembre /2012 13:17

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                        Hay que tener malas entrañas y hundirse en el pantano de la miseria más nauseabunda para actuar de una manera tan vil, tan despreciable. Los más bajos instintos de los animales no llegan a este estadio de la condición humana. Vejar, herir y maltratar una persona con sus facultades físicas y mentales en perfecto orden ya es reprochable, digna de justa condena. Pero si el ensañamiento se comete contra quien no tiene defensa, contra quien mantiene la ingenuidad de la infancia retenida en un cuerpo de mujer porque sus facultades mentales y físicas conservan altos grados de deficiencia, es mostrar la vileza de la condición humana en el peor de sus extremos.

            La noticia ha saltado a los medios de comunicación locales y se ha hundido en el corazón de los sevillanos como la punta de una lanza candente, zahiriendo los sentimientos y levantando las ampollas de la incredulidad. Otro caso que nos sorprende cuando creíamos que esta capacidad había llenado el receptáculo de nuestro escepticismo. Ana María, una joven de veintiséis años y discapacitada mental, que había sido dejada al cuidado de unos familiares directos, ha sido martirizada por estos depravados, que no tenían mayor ni mejor diversión que practicar torturas sobre el cuerpo de la infortunada joven, tales como verter cera candente, golpearla incesantemente hasta provocarle fracturas y lesiones que hacían peligrar su vida y apagar cigarrillos sobre su piel. Una manada de salvajes que además se mantenían de la paga de invalidez que sisaban a la pobre mujer. Para colmo, no atendían sus necesidades alimentarias, casi no le procuraban ropa de abrigo y no sanaban las heridas que les producían sus agresiones, dejando al aire la masa muscular en sus muñecas y pies como consecuencia de las ataduras con las que la reducían. Un acto más para demostrar sus valientes comportamientos, machacándola en la más absoluta indefensión, sin opción a la defensa.

            Este tormento, digno de las crónicas de un campo de concentración nazi, se practicaban en un piso de nuestra ciudad, rodeado de vecinos que ignoraban la situación de pavor que estaba consumiendo a esta pobre niña, quien según su padre necesita tratos de infancia, pues su mente no se ha desarrollado más allá de la niñez, un mente de apenas nueve años que ya conoce el horror del maltrato, que se alarma cuando se acerca alguien a quien no reconoce. Natural, que diría mi amigo Pepe Boza.

            A estos degenerados, su tía carnal, su prima carnal y su novio, y la madre de éste, se habían apoderado de la paga y ni siquiera se molestaban en alimentarla convenientemente. A éstos se le sumaron otros dos salvajes que, durante el verano, también la pegaban y vejaron, cuando les dejaron al cuidado de ella durante unos días de vacaciones.

            Pues bien. Estos seis ejecutores, estos seis malnacidos, se encuentran en la calle, porque el juzgado que lleva la instrucción del caso los ha puesto en libertad, con cargos, pero en libertad. Si el padre, a quien le tenían retirada la custodia, no se hubiese preocupado, no se hubiese alertado cuando no le dejaron ver a su hija, un derecho que le asistía jurídicamente, tal vez el fin de esta inocente hubiese sido otro, quizás fatal. Y estos sucesores de los guardines de Treblinka paseándose por las calles de esta ciudad, mostrando el palmito de su criminalidad mientras las jaulas, donde debían permanecer aislados del resto de la humanidad, son ocupadas por el vacío que produce el miedo. No hay que buscar celdas de campos de exterminios en el pasado. A veces las tenemos tan cerca que no logramos visualizarlas. Un bosque oculto por los propios árboles.

La razón nos conduce a sopesar que el horror que procura el hombre al propio hombre quedó anclado en la historia. Pero no es así. Siempre hay un miserable, un villano, que se procura notoriedad pisoteando los derechos de sus congéneres, que utiliza la fuerza y la violencia para establecer el estado del terror, para terminar con la inocencia de esta niña de veintiséis años a las que le quitaron la muñecas para soterrarla en el horror de la violencia y la vejación. No lo sabíamos, pero teníamos Treblinka a nuestro lado.

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