Va tomando consistencia, en muchos sectores de la sociedad, la urgencia de crear una conciencia común sobre la necesidad de salvaguardar los valores de los dogmas católicos como referentes a los modos de vida. Constante, e intencionadamente, desde algunas parcelas editoriales y con parquedad en sus reflexiones, se viene insinuando que la modernización de la sociedad pasa por separar a Dios de los hombres, que la consecución del bienestar se adscribe a la necesidad de edificar un mundo sin fe, sin verdad y sin conciencia personal de pensamiento; en pocas palabras a la deshumanización del ser humano para globalizarlo todo en el sentimiento de la colectividad, que muy a menudo gira entorno a la conveniencia de algunos, con el gravamen de que el resultado final no beneficia a muchos.
Allí donde los índices de pobreza se disparan constantemente, aparece la Iglesia para ayudar, dentro de sus posibilidades, e insuflar Esperanza proporcionando los medios para contribuir a la consecución de bienes básicos para el sustento diario. Allí donde quieren perpetuar el analfabetismo –un hombre sin cultura es un hombre vencido-, se levanta una escuela que preside un crucifijo. Allí donde quieren sembrar el terror con la injusticia florece la luz de la Verdad para instigar a quienes pretenden pisotear los derechos de los débiles con la brutalidad de la fuerza. Dios nos ha dotado con el sentido común y la razón para que seamos nosotros mismos quienes discernamos, con objetividad y libertad, qué queremos y hasta donde podemos llegar.
La intención de mediatizar las opiniones y los comportamientos, de orientar el pensamiento y las aptitudes hacia la conversión laicista, casi siempre ha concluido en el desastre. La verdad siempre emerge por mucho que algunos se obstinen en querer ahogarla en las turbulentas aguas de la mentira. Muchos han buscado la Verdad por las calles de nuestra ciudad en la Semana Santa, en sus referentes cristíferos o marianos, auspiciados por su fe y por la necesidad de encontrar en Cristo una respuesta a los silencios que surgen de los que promulgan un mundo sin Dios. Porque Jesús, que sí dio su vida por todos, que se dejó Sentenciar y humillar para amar a todos, cualquiera que fuera su condición, siempre está atento a las súplicas y a las oraciones de sus hijos. Porque María, que no dejó resquicios al sufrimiento ni al amor, va ofreciéndose en Cuerpo y Alma durante la Madrugada del Viernes Santo a todos aquellos que se acercaban a Ella solicitando una gracia que sólo puede emerger de quien es Madre de Dios y que se transfigura en la condición ¿humana? con la que la sueñan los hombres y las mujeres de la Macarena. Quienes vieron a la Virgen aparecérsele tras una esquina bajo un aura meliflua, no soñaron, estaban siendo agraciados con la bendición de la Esperanza, una gracia tangible, no invisible ni abstracta, pues se manifestaba y se percibía en cada una de las miradas, en los silencios rotundos y en alguna que otra lágrima. Fue lo que nos prometieron y lo que nos concedieron.