¡Qué tímidamente se me ha mostrado! Con la pusilanimidad de una mocita se ha plantado en mi ventana para sorprenderme de nuevo, para ofrecerme esa ternura que se apega en los amaneceres frescos y claros. Son muchos años ya, pero sigue cautivándome esta luz que se tiñe de ceniza y mar, en este primer día de diciembre que devalúa las tarde cuando se apacigua su paleta de colores en el trascoro del horizonte. Sigue encantándome el primer olor a tierra mojada, el primer momento en el que se deprecia el día para envolverse de un celofán que atrapa el tiempo y nos lo muestra acaramelado.
Son tardes para soñar y recordar, para perderse en la memoria, para que retomemos las imágenes que se despiertan en la nostalgia y nos devuelven los contornos, las facciones y las risas de quienes ya no pueden estar con nosotros, esos que nos cogían de la mano cuando el tiempo se medía pausadamente y velaba ya compases de despedidas. Viejas historias que nos implantan, con ímpetu y seguridad, la galga de la memoria anclando la supervivencia de sus vidas en la nuestra.
Me gustan estas tardes porque favorecen el paseo acompañado de alguien que se aferra a tu brazo mientras crujen en las aceras la broza desmembrada de los árboles y aplastadas por el pausado caminar se funden con el suelo hasta adquirir la naturaleza de piel congénita que se desangra en el hábitat urbano. Es la transformación de la luz, la evolución ancestral del sentimiento vital que heredamos de nuestros antepasados, lo me hace padecer y acatar el encantamiento de la liturgia de este tiempo, de estos oficios paganos que nos llegan desde la inmensidad para ser recogidos en los frascos de la sensibilidad desbordante del corazón.
Me revuelve el alma la breve contemplación, casi esporádica, tan transitoria y efímera, del sol abatido en las lindes del Aljarafe, engullido por la ancestral tierra donde los olivos siguen reinando y los terruños se empapan con el rocío preciso de la noche.
Sigue gustándome esta ciudad. Y sus gentes. Y sus cosas innatas, las inalterables, las que se han resistido a la adulteración consumista e interesada. Sigue atrayéndome el cansino despertar de la noche tan temprano. Me revitaliza la punzada hiriente del primer frío que viene a encomendar mi memoria a la gloria de sentirme vivo y de recuperar a ese niño que se resiste a morir, en lo más intrínseco de mi corazón, cuando mis sentidos se convulsionan con la contemplación de un mercado de belenes, con de un humeante puesto de castañas -tan rústicos y tan entrañables- o acompañar el melódico sonique de un villancico popular que un grupo de campanilleros entona mientras recorre alegre las calles de la infancia donde se pregona la inminente llegada de la Navidad
A pesar de todo, de las ausencias, de los amigos perdidos, de los sueños que se alejan, sigo enamorado de mi ciudad, de este tiempo y de estas luces, de sus vacíos y sus presencias. Sigo convencido de la inmortalidad de este sueño de invierno que se da en Sevilla cuando la Virgen se prepara para bajar a la tierra.